Cuarenta minutos en el tren

Hace un día soleado. Una chica joven camina hacia la estación de tren, se sienta en un banco a la sombra a esperar. Saca un libro y se pone a leer. Aún queda un rato largo para que llegue el tren y todo está en relativa calma. Como se trata de trayectos cortos, los pasajeros van llegando a medida que se acerca la hora. Un anciano, una mujer de avanzada edad, jóvenes, familias… Al lado de la chica joven se sienta una mujer con un carrito de bebé y su hija de unos seis meses. Como la niña ya es capaz de coger objetos, la madre le deja su móvil. A esta le divierte, y empieza a emitir sonidos que se transforman, poco a poco, en esa característica risa de los bebés. La joven lectora y los de alrededor miran con una leve sonrisa a ese pequeño ser tan entrañable.

De pronto, una mujer se acerca al carrito, inclina su cabeza hacia la pequeña y le dice, Hola bonita, que haces, que te pasa. No muestra mucha destreza a la hora de dirigirse a la niña. Por alguna extraña razón, no sabemos hacer otra cosa que lanzar preguntas absurdas a aquellos que aun no saben pronunciar una palabra. Después de estar un rato entreteniéndola, si se le puede llamar así, se dirige a la madre y le pregunta, Cuánto tiempo tiene. Así, se inicia una conversación absurda y sin importancia, que durará apenas cinco minutos, en los que la extraña contará a la madre que ella también tiene hijos e incluso nietos, y alguna cuestión más para terminar con un, Me voy para allá, que hay que coger sitio.

Y no es tontería eso que ha dicho. De hecho, a falta de un minuto para la llegada, la gente empieza a ponerse nerviosa, y cuando se oye el ruido de las vías, todos los pasajeros se ponen en pie para que nadie les quite el sitio. Cuando aún no ha parado, la mayoría se pone, inconscientemente, a andar en el mismo sentido que el tren. Cuando por fin para, algunos atropellados se apresuran a entrar y ni se preocupan por dejar salir a los que están dentro, dando empujones a los que se interponen en su camino para que nadie les quite su asiento. La chica se acomoda al lado de la ventana, en el sentido inverso a la marcha del tren, y saca su libro.

En su mismo vagón, unos asientos más adelante, es decir, a sus espaldas, se ha sentado la mujer que minutos antes conversaba con el bebé. Ésta la reconoce por el tono de voz y la conversación que mantiene con su nueva compañera de viaje, y decide desviar un poco su atención para escucharla. Que buen día hace, eh. Sí, mañana dicen que se estropea. Ya, yo me voy a la playita que me parece que pocos días así nos quedan… La conversación forzada por la mujer no dura mucho más, porque su compañera finge haber llegado a su destino y se cambia de vagón. Cuando al fin calla, la joven concentra su atención de nuevo en el libro y reanuda la lectura que había abandonado hacía un rato. Enfrente tiene dos chicas que, de envidia quizás, sacan sus respectivos libros y se ponen también a leer. El clima es agradable y relajado.

Pero esta tranquilidad apenas dura unos segundos. En la siguiente parada suben un hombre y una mujer con un aspecto andrajoso y dejado. Ambos tienen el pelo sucio, les faltan varios dientes y hablan en un tono excesivamente alto. Podría decirse que son yonkis. Él tiene un tono enfadado y grita, consiguiendo atraer la atención de todo el vagón. Pero a ver, pero que si yo no me meto en movidas, Que ya tío, que yo se que eres legal, Pos por eso, que yo qué sé, me ‘sta rayando, A ver tronco, relaja, yo aquí pa' todo. Durante su viaje mantienen el mismo tono de voz, incluso cuando se bajan y sus voces se oyen cada vez con menor intensidad. La lectora mira el reloj, acaba el capítulo y guarda su libro en la mochila. Ha llegado a su parada. Se levanta y abandona el tren.

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